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Dic 27 10

Francisco Ayala

Francisco Ayala: Un Grande de Granada de espíritu incalculablemente noble.

«Sin descanso, hora tras hora durante muchos días, había estado lloviendo sobre la tierra. Y, ahora, el viento se llevaba a toda prisa los últimos jirones de nubes, dejando limpio el cielo, de un azul inverosímil, al mismo tiempo que arrancaba alaridos sordos, y todavía lágrimas, de los árboles sin hojas, negros, mutilados, crispados, desesperados, amenazantes.
No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra… Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales -entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre las piedras y huesos.
Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acentos ni pausas; o quizá, mejor, tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda como ruido de pasos sobre las hojas caídas en un sendero, sucias de barro y de invierno.
-Esta mano -dijo uno-, este puñado de huesos que se quiere hundir en la caja vacía de mi pecho, ¿perteneció a un amigo o a un enemigo? Siempre ahí, oprimiendo mi esternón como cruel ensañamiento de guitarrista, ¿no podré saber cuál fue su gesto de aquella hora para conmigo? La incertidumbre de aquel brazo que se ha hecho eterno traslada a la eternidad la angustia de mi vida, dándole fórmula definitiva y simple.
Y otro:
-Ya todo acabó; ya todos somos unos. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio, nos hermana la comunidad de nuestro destino.
-Impío, burlón destino, si de todo hace tabla rasa y hueso mondo para hermana en estratos de nuestro suelo a los enemigos, hasta el punto de no poderse distinguir ya el abrazo de la agresión. Y no sólo a los que nos hemos odiado por amor y nos hemos amado por odio, sino también a gentes que vinieron de otras tierras a profanar la nuestra con su codicia logrera, para caer sobre espinos y abrojos cuya fiereza no sospechaban.
-Así es, sin embargo; todos iguales. Y todos igual a nada. Es la grande y redonda verdad, a la que se llega por todos los caminos del mundo.
-En esa mascarada de la muerte, ¿quién es quién, y quién conoce a quién?
-Para siempre, sumidos en este no conocer…»
(Los usurpadores, fragmento de Diálogo de los muertos)