Mara Romero Torres

Fragmento del capítulo 3 de Los lagos del cielo

«Nuestra vida entonces era apacible y satisfactoria por completo. No teníamos consciencia de lo que estaban haciendo con nosotras.

Vivíamos ajenas a la manipulación mandataria y, aunque tragábamos por doquier fe del espíritu nacional, y aquello ni lo entendíamos ni nos preocupaba, simplemente, seguíamos la corriente a lo que nos parecía un juego impuesto y nos divertíamos cuando, cada día, antes de entrar en el colegio, todas puestas en filas paralelas y levantando la mano, cantábamos el Cara al Sol y a continuación rezábamos un Padre Nuestro, para acabar gritando un arriba España que ninguna comprendíamos. Parecíamos un coro de viudas vestidas de medio luto con aquellos uniformes tan oscuros y los cuellos postizos de plástico blanco adornados, como no, con un lazo de raso también azul marino, zapatos cerrados con cordones de color marrón y calcetines de lana que se suponía que tenían que ser blancos; pero que llevábamos cada una como podía o le daba la gana, ahí el uniforme no tenía exigencias. Los chicos no llevaban uniforme; pero también seguían el ritual antes de entrar en la escuela, aunque por separado, claro, no en vano estábamos en colegios diferentes. En aquella época, estaba claro que la educación no era igual para un niño que para una niña. Saltaba a la vista que había diferencias preestablecidas con vistas a un futuro ya marcado. Era evidente que no nos preparaban el mismo destino. Y sólo nos reunían a los chicos con las chicas cuando cantábamos juntos aquella canción, tan manida, en la plaza de la cruz y en días muy especiales como el de los caídos. En la escuela nos hablaban, de vez en cuando, de una guerra en la que hubo buenos y malos. Con eso de los caídos se estaban refiriendo a los que derramaron su sangre por España en aquella pelea. Al parecer, se enfrentaron la amistad, la familia, la confianza, la libertad… Los buenos y los malos se mezclaron y, con frecuencia, intercambiaron sus papeles. Yo no tenía claro quiénes eran unos y quiénes los otros, porque todo dependía de quién me contara la historia. Murieron muchos; eso sí estaba claro. Pero no a todos se los llamaba «caídos». Unos llevaban este nombre y los otros no. Ese día parecía querer resaltar a un grupo en concreto: el que había logrado la victoria en aquella guerra civil; para los vencidos no había memoria, como si ellos no fuesen españoles, como si hubiera otra España diferente a la que corría. Sin embargo, allí cantábamos juntos hijos de los dos bandos o híbridos, como yo, pues mi abuelo era franquista y mi padre rojo, y de los dos bandos sabíamos; y guardábamos silencio, porque nos parecía que los dos tenían su razón y ninguno de los dos la llevaba por buscar la solución donde la buscaron.

Era como si Hamelín, con su flauta, hubiese reunido a toda la tropa menuda del pueblo en aquella plaza, para que los maestros nos colocasen según la ley: los niños a la derecha, las niñas a la izquierda. Todo en perfecto orden para recordar cantando eso que llamaban Patria y rezar la plegaria de la fe que a ella va unida. Pero a la hora del grito, Consuelo y yo nos callábamos para escuchar el trueno que provocaban las voces de los chicos al terminar el Padre Nuestro cuando, al unísono, fuerte, seco y ronco, gritaban arriba España dejándose los pulmones en la garganta, como si aquello fuese el acicate preciso que la levantara. Hasta el silencio se quedaba mudo en la plaza. Los maestros se emocionaban y se les bofaba la cara, las maestras se limpiaban los ojos haciendo ver que se les saltaban las lágrimas; ellos, más entrenados en la dureza masculina, sacaban pecho; ellas, educadas como gacelas cursis, sacaban el pañuelo. Nosotras nos mirábamos y sonreíamos por aquel alarido tan machote que soltaban aquellos niños, espejos de hombres a medio criar. Los estaban educando muy bien, muy fuertes, muy seguros de sí mismos, muy hombres, muy de todo.

Al terminar, nos dividían en cuatro grupos, uno para cada maestro, y nos íbamos a nuestras respectivas escuelas a cumplir con nuestro deber. Había dos maestros para los niños, uno para los pequeños y otro para los mayores, y dos maestras para las niñas, con el mismo reparto. Consuelo y yo estábamos todavía con doña Virtudes, que era la de las pequeñas, nos faltaba un año para estar con la otra, con doña Rosario, que era la que nos cogía con once o doce años y, en un par de ellos, nos adiestraba para ser mujeres. Acabado su ciclo, salíamos con la Cartilla de Escolaridad que decía que ya estábamos educadas, en perfecto estado, y la puerta abierta para hacer los trabajos de la sección femenina, que era la mili de las mujeres, la otra forma de servir a España, y que las dejaba listas para el matrimonio. Había otra opción, no igual de bien aplaudida, pero que empezaba a pisar fuerte en aquel Cogollos Vega, era seguir estudiando: ir al instituto y a la universidad. Costaba trabajo convencer a algunas madres de esto; sin embargo, no faltó la que creyó ver en ello algo positivo y comenzaron a contemplar, con buenos ojos, el que sus hijas se desplazaran a la capital para hacer el bachiller y después ir a la facultad, pero porque así tenían mayor ocasión de pillar un buen partido. No era ésta la solución que más les agradaba, pero un matrimonio perfecto se merecía cualquier sacrificio. Aún así, eran pocas las chicas que emprendían estudios superiores. Lo que las madres no sabían era que alguna que otra chica no pensaba en la universidad con ese fin que ellas masticaban, que algunas se resistían a ese sagrado vínculo para el que estaban predestinadas y que buscaban valerse por sí solas, sin depender de nadie.

Si cierro los ojos puedo escuchar el barullo que armábamos la tropa de chiquillos, entrando en la clase. Puedo ver los pupitres y, al fondo, frente a ellos, la tarima con la mesa y el sillón de la maestra, presidiendo altivo ante aquella enorme y rectangular pizarra negra con su borrador y sus tizas. Puedo oler la escuela y, por momentos, percibo el recuerdo con agrado hasta que, acto seguido, se me eriza el pelo: aborrecíamos aquel aroma a polvo de sabiduría el día que llegábamos sin habernos aprendido la tabla de multiplicar. El ir así a la escuela era todo un riesgo, pues, si te preguntaban y no lo sabías, los anillazos en la cabeza no te los quitaba nadie. Y digo anillazos, y digo bien, porque nuestra querida doña Virtudes lucía en su dedo anular un anillo con una enorme piedra verde ovalada que solía utilizar, con gran maestría, como un instrumento de castigo, por lo que esta maestra nunca fue santo de mi devoción.

Había dos enormes mapas de España clavados en la pared, flanqueando la pizarra: uno físico; otro político, y nunca supe por qué tenía que ser precisamente allí, en el lado derecho, entre la pizarra y el mapa, donde debía descansar un largo y fino puntero con el que, tanto en las explicaciones de tal señora como en las respuestas que teníamos que dar, se recorría la superficie de aquellos mapas, a veces en estudios tortuosos, para cantar, entre otras muchas cosas, que España limitaba al norte con el mar Cantábrico, con el golfo de Vizcaya y con los montes Pirineos, único terrón firme que hacía incluir en la cancioncilla que esa  misma España está rodeada de agua por todas partes, menos por una.

En el centro de la pared, sobre la pizarra, un crucifijo grande de madera y una foto enmarcada de Franco que nada más mirarla ya te obligaba obediencia. Paredes encaladas hasta el suelo que, si te dejabas llevar por la curiosidad y desconchabas cuidadosamente con la uña, casi podías contar las capas de cal que llevaban encima. Esto lo pude comprobar en mis momentos de despiste—evasión, que por tedio abundaban; pero, para esos momentos cumbre, las ventanas eran mi perdición: en invierno, cuando llovía, me abstraía mirando los hilos de lluvia resbalar por los cristales y en los días primaverales me amodorraba el calor de los rayos de sol que se filtraban por ellos. ¡Total! Que casi siempre me estaba llamando la atención aquella sufrida maestra y, más de una vez, me puso en un rincón con los brazos en cruz y un par de libros sobre cada mano para hacerme escarmentar. Fue una manera de ir descubriendo lo que pesaban la historia y las palabras.

El aspecto físico de la maestra no era, en absoluto, desagradable, lo que no me caía bien era aquella mueca repipi de doña sabelotodo que siempre llevaba encima. Vestía con elegancia y no faltaba nunca un pañuelo de seda en su cuello, a veces suelto, a veces anudado, pero pieza imprescindible de su vestuario en todo momento. Cuando salíamos de excursión se lo ponía en la cabeza para que no la despeinase el aire. Era muy coqueta. Morena de piel clara, recogía su pelo en un moño clásico muy cardado que fijaba muy bien con laca. Sus labios, siempre de carmín, iban haciendo juego con unas largas uñas que adornaban sus manos blancas de dedos largos y gesto delicado. Falda estrecha. Piernas largas, con medias de cristal que siempre tenían en su sitio la estrecha y negra costura, realzadas por elegantes y altos tacones de aguja. Reconozco que físicamente era un primor, siempre pulcra y discreta, y destacaba, seguramente, porque su estilo de señorita de capital era completamente distinto al de las mujeres curtidas y sufridas del pueblo, compañeras del delantal y del desaliño, de las tareas del campo y del abandono. Mi abuelo decía que las mujeres de Cogollos Vega a medida que se casaban olvidaban el peine, claro está que era así porque su meta era el matrimonio y una vez que lo habían conseguido para qué se iban a peinar…»

Los lagos del cielo, novela publicada en Canadá en el 2007.

Sinopsis:

Una carta de suicidio hace que Lidia emprenda un viaje desesperado, para ayudar a la única persona que ha amado en su vida.

Desde pequeña se rebela contra unos patrones de conducta, establecidos en su pueblo natal, que son reflejo de un sistema social que naufraga. A medida que va creciendo, desarrolla, a través de una entrega a la amistad, su propia ley. El amor la llevará a defender una justicia sin límites que acabará por enfrentarla a un enemigo con el que no contaba.

En un viaje consciente de su propia culpa, Lidia tripulará una nave que irá haciendo escala, desde el puente del recuerdo, en los puertos de la inocencia, del dolor, de la entrega, de la frialdad, del inconformismo, de la traición, de la incredulidad, de la pasión, de la fe… rompiendo unos esquemas que harán de este, un viaje inolvidable.

Mara Romero Torres

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